miércoles, 22 de octubre de 2008

Es abulia.






¡No puedo creer que esté tan aburrido!

Diversas sensaciones, motivos y circunstancias nos llevan a cometer una serie de actos a veces no premeditados. Los celos hacen matar, los mariscos en mal estado hacen enfermar al hambriento incauto y la estupidez hace gritar sin razón aparente al imbécil.

Pero… no es mi caso. El tedio, el cansancio y cierta exaltación misteriosa me empujan a plasmar un testimonio de los que han sido los días más fomes y absurdos que he vivido en la trivialidad de mi juventud. Algo pasó, un tornillo se soltó, o quizás me extravié en esos torbellinos de anárquica reflexión teórica que configuran mi mente y actos por determinados periodos de tiempo sin que lo sepa.

Sea cual sea la razón, no he logrado determinar el motivo exacto por el cual mi vida ha perdido el brillo que tenía tan de súbito. Creo que perdí por completo la inocencia infantil y la capacidad de maravillarme con las pequeñas delicias que adornaban los paisajes de mi diario vivir, y el asumir esta pérdida me ha convertido en un ser frío, pétreo y crítico de todo lo que percibe, si es que esta condición no la venía arrastrando de antes. No, no ha pasado nada en concreto a lo que pueda achacarse el origen de este mal, tampoco estoy triste ni decepcionado; es más bien un estado neutro, vacuo y soñoliento que me invadió mientras soñaba con que algo increíble sucedería…

El fluir del tiempo se ha entorpecido y atrofiado, el sinsentido se ha convertido en pan de cada día y todo placer se ha vuelto desabrido. Todo en un par de semanas. Veo solemnemente desde esta orilla cómo se suceden los acontecimientos inconexos, y trato de rescatar el sentido de todo, pero al final me agoto y prefiero dormir a ver si en una de esas tengo un sueño interesante, erótico, intenso; algo en lo que pensar el resto del día. La cosa es que pasó algo muy inoportuno esta mañana, inoportuno, por decir lo menos. Los viernes, antes hermosos y llenos de encanto desde el alba, ahora son igual de insípidos que cualquier otro día de la semana...

Amanezco rendido de antemano en mi lecho; abrumado y exhortado por el fatídico susurro de mi madre que me dice que se hace tarde. Me levanto y busco mi uniforme. Me lo pongo desganado y bajo las escaleras, pensando en una vía de escape para evitar el triste panorama de una mañana de clases especialmente aburrida. Tomo desayuno apresuradamente, sin disfrutarlo siquiera, y salgo por el portón con pasos arrastrados. Hace frío en las mañanas. Unas cuadras más allá compruebo con lamentación que la pila de mi preciado MP3 no se cargó durante la noche porque los huevones del 11 de septiembre se pitearon la luz de mi cuadra. Así no más es la cosa en este país –podría ser peor-. Sin música, sin motivación, me abrazo a la única idea que mi entumido ingenio pudo maquinar a esas horas de la mañana: hacer la cimarra. Feliz con este pensamiento, organizando en mi mente las cosas que haría durante todas las horas que tendría libres a mi disposición, encamino mis pasos hacia el desvío para llegar a casa de mi compadre Lillo.

Y entonces la vida, como burlándose de mí y de mis esporádicos anhelos, me sorprende inesperadamente: una camioneta blanca y grande se detiene repentinamente a mi lado y alguien desde su interior me hace señas. Reconozco tras el vidrio el rostro de la secretaria del colegio –una señora de cuarenta y tantos años-, quien me invitó a subir al vehículo para darme un aventón al establecimiento. ¡Súbase que va a llegar tarde! gritó ante mi perplejidad. Con secreta frustración me siento en la parte trasera agradeciendo el buen gesto de la señora. Saludo a la Norma, mi compañera, quien se embellece con su espejo y sin hallar nada de qué hablar, esbozo una sonrisa hueca y veo los demás autos con sus conductores emputecidos peleándose por la calle. Llegamos al colegio por fin. Me bajo. Camino. Pienso en cosas asfixiantes… tengo ganas de gritar, sólo por hacerlo. Un perro con una perra no pueden consumar el coito, pues una reja se interpone entre ambos. Sonrío: me recuerda a mi última desilusión amorosa.

Entro al colegio y miro con envidia cómo los cabros chicos corren disparados en varias direcciones con una energía que Dios sabe de dónde la sacan. Dan ganas de tener esa ingenuidad e ignorar los espantos de la vida adulta, tan llena de placebos. Llega el profe, nos hace pasar al salón; toca devocional (el colegio es religioso); oímos el mini sermón y tratamos de escuchar la delicada vocecita de la Norma que siempre tiene que mandarse una oración porque nadie más se atreve. Algunos, sin embargo, son descarados y escuchan música mientras dibujan o se sacan loros. Yo por mi parte pienso en cosas alucinantes como pinturas apocalípticas o explosiones nucleares. Me asombro de mi imaginación, y de nuevo, la abulia me posee tomando potestad de cada pensamiento y acto. Cierro los ojos, los abro, veo imágenes borrosas, los vuelvo a cerrar y otra semana se acaba al fin. Es como una pesadilla tan repetida que ya no me da susto.

Ahora hay ocasiones en que tengo la sabrosa oportunidad de echarle una mirada al trasero de mi compañera, cuando se pone ese apretado buzo del colegio, pero me siento mal por el favor que me hizo ese viernes. Lástima por la libido.



2 comentarios:

  1. Esa forma tan única de expresarse niño!

    ¿¿Realmente te has sentido así??
    Yo a veces me he sentido indifirente, o algo parecido. Es una sensación muy poco explicable, cómo que camino por las calles y es cómo si realmente no estuviera ahi... como si el poco ruido que puedo llegar a escuchar (porque por lo general voy escuchando mi música a todo volumen) no fuera real, cómo si no importara a quien vea, si me atropellan o si todo quedara detenido. el año pasado sobre todo em paso, ahora ya no.
    Y esooo..! Gracias por comentar mi blog de educación! :)

    Oye y cuándo escribes de nuevo pues! Nos vemos Cuídate Maite

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  2. indiferente***
    me**** ajajaj ya sabes la auto-corrección :)

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