jueves, 23 de octubre de 2008

Mercadeo de carreras.





Una decisión que me sonó disparatada nos llevó a viajar a Santiago, la gran ciudad cosmopolita del país. Nunca he sido partidario de tomar decisiones tan aceleradas, pero el ímpetu del Lillo me convenció, y tras pedir la debida autorización partimos en un bus muy cómodo a la capital...


Hablando estupideces que sólo a dos mentes holgazanas como las nuestras podían ocurrírseles y describiendo lo que nos brindaba el hermoso (y en ocasiones) deplorable paisaje, se nos hizo corto el viaje. Nos recibió una mañana clara y amable, el viento soplaba rabioso, refrescando el aire del espantoso calor capitalino. Tomamos el metro del cual estamos tan orgullosos, enredados en una impresionante ensalada de gente que desde diversas ubicaciones tejía esa complejísima tela etérea que se deja al pasar con alegría, confusión, esperanza, perplejidad o ira. Uno no lo sabe, pero inconscientemente aspiramos el resto de todas esas sensaciones sofocantes, y de a poco nos extenuamos tan sólo por estar ahí. Indudablemente, es por esto que los santiaguinos tienen el cuerpo tan desvencijado, la espalda encorvada y el alma arrastrada. Pasamos algunas estaciones y, cuando ya me impacientaba, mi compañero divisó el gran letrero de bienvenida. Bajamos del andén y llegamos como atraídos por una fuerza sutil y promisoria, que despertaba la vista y enaltecía el espíritu. Sentí como me invadía una emoción excitante a medida que nos acercábamos...


Por primera vez cruzábamos el portal de una de las universidades más prestigiosas y grandes del país. Un Cristo de piedra inexpresivo pero acogedor, alzado a varios metros por encima de nuestras cabezas, nos recibió como en un abrazo al mundo universitario. El campus puede ser definido como un imperium im imperio, una polis completamente independiente dentro de la envilecida capital; todo un mundo lleno de verde, de mármol, de sapiencia escondida que chorrea cual savia del frondoso árbol del conocimiento en cada rincón. Cientos de almas jóvenes como las nuestras iban y venían ansiosas de recibir un poco de la sabiduría que irradiaba el ambiente. Encontramos muchas formas de alentar nuestros inocentes y un poco precarios sueños y ambiciones en la feria para postulantes. Con cada visión y muestra de la educación que en la institución se imparte notaba cómo un ser nuevo se gestaba en mi interior a partir de las esperanzas y posibilidades que se desprendían de todas esas maravillas. Mi intelecto se avivaba de manera inusual al acercarme a esas personas y ministerios ajenos a mi realidad. Tratamos de sacar el máximo provecho a la visita y sin embargo seguíamos con sed de más. Nunca antes una visión de mis mayores anhelos se había materializado a un nivel tan vivo y cercano.


Caía la noche y decidimos volver, reflexionando en lo extremadamente difícil que sería llegar a ingresar a esa universidad. Sin la necesidad de ser un profeta, pude, no obstante, prever que la idea de lograrlo tan sólo enriquecía el desarrollo de la gran farsa que estábamos viviendo en ese instante. Traté de no pensar en ello y de vuelta a casa me limité a distraerme con el panorama que nos ofrecía la carretera, siempre gris, serpenteante y extensa...


miércoles, 22 de octubre de 2008

Es abulia.






¡No puedo creer que esté tan aburrido!

Diversas sensaciones, motivos y circunstancias nos llevan a cometer una serie de actos a veces no premeditados. Los celos hacen matar, los mariscos en mal estado hacen enfermar al hambriento incauto y la estupidez hace gritar sin razón aparente al imbécil.

Pero… no es mi caso. El tedio, el cansancio y cierta exaltación misteriosa me empujan a plasmar un testimonio de los que han sido los días más fomes y absurdos que he vivido en la trivialidad de mi juventud. Algo pasó, un tornillo se soltó, o quizás me extravié en esos torbellinos de anárquica reflexión teórica que configuran mi mente y actos por determinados periodos de tiempo sin que lo sepa.

Sea cual sea la razón, no he logrado determinar el motivo exacto por el cual mi vida ha perdido el brillo que tenía tan de súbito. Creo que perdí por completo la inocencia infantil y la capacidad de maravillarme con las pequeñas delicias que adornaban los paisajes de mi diario vivir, y el asumir esta pérdida me ha convertido en un ser frío, pétreo y crítico de todo lo que percibe, si es que esta condición no la venía arrastrando de antes. No, no ha pasado nada en concreto a lo que pueda achacarse el origen de este mal, tampoco estoy triste ni decepcionado; es más bien un estado neutro, vacuo y soñoliento que me invadió mientras soñaba con que algo increíble sucedería…

El fluir del tiempo se ha entorpecido y atrofiado, el sinsentido se ha convertido en pan de cada día y todo placer se ha vuelto desabrido. Todo en un par de semanas. Veo solemnemente desde esta orilla cómo se suceden los acontecimientos inconexos, y trato de rescatar el sentido de todo, pero al final me agoto y prefiero dormir a ver si en una de esas tengo un sueño interesante, erótico, intenso; algo en lo que pensar el resto del día. La cosa es que pasó algo muy inoportuno esta mañana, inoportuno, por decir lo menos. Los viernes, antes hermosos y llenos de encanto desde el alba, ahora son igual de insípidos que cualquier otro día de la semana...

Amanezco rendido de antemano en mi lecho; abrumado y exhortado por el fatídico susurro de mi madre que me dice que se hace tarde. Me levanto y busco mi uniforme. Me lo pongo desganado y bajo las escaleras, pensando en una vía de escape para evitar el triste panorama de una mañana de clases especialmente aburrida. Tomo desayuno apresuradamente, sin disfrutarlo siquiera, y salgo por el portón con pasos arrastrados. Hace frío en las mañanas. Unas cuadras más allá compruebo con lamentación que la pila de mi preciado MP3 no se cargó durante la noche porque los huevones del 11 de septiembre se pitearon la luz de mi cuadra. Así no más es la cosa en este país –podría ser peor-. Sin música, sin motivación, me abrazo a la única idea que mi entumido ingenio pudo maquinar a esas horas de la mañana: hacer la cimarra. Feliz con este pensamiento, organizando en mi mente las cosas que haría durante todas las horas que tendría libres a mi disposición, encamino mis pasos hacia el desvío para llegar a casa de mi compadre Lillo.

Y entonces la vida, como burlándose de mí y de mis esporádicos anhelos, me sorprende inesperadamente: una camioneta blanca y grande se detiene repentinamente a mi lado y alguien desde su interior me hace señas. Reconozco tras el vidrio el rostro de la secretaria del colegio –una señora de cuarenta y tantos años-, quien me invitó a subir al vehículo para darme un aventón al establecimiento. ¡Súbase que va a llegar tarde! gritó ante mi perplejidad. Con secreta frustración me siento en la parte trasera agradeciendo el buen gesto de la señora. Saludo a la Norma, mi compañera, quien se embellece con su espejo y sin hallar nada de qué hablar, esbozo una sonrisa hueca y veo los demás autos con sus conductores emputecidos peleándose por la calle. Llegamos al colegio por fin. Me bajo. Camino. Pienso en cosas asfixiantes… tengo ganas de gritar, sólo por hacerlo. Un perro con una perra no pueden consumar el coito, pues una reja se interpone entre ambos. Sonrío: me recuerda a mi última desilusión amorosa.

Entro al colegio y miro con envidia cómo los cabros chicos corren disparados en varias direcciones con una energía que Dios sabe de dónde la sacan. Dan ganas de tener esa ingenuidad e ignorar los espantos de la vida adulta, tan llena de placebos. Llega el profe, nos hace pasar al salón; toca devocional (el colegio es religioso); oímos el mini sermón y tratamos de escuchar la delicada vocecita de la Norma que siempre tiene que mandarse una oración porque nadie más se atreve. Algunos, sin embargo, son descarados y escuchan música mientras dibujan o se sacan loros. Yo por mi parte pienso en cosas alucinantes como pinturas apocalípticas o explosiones nucleares. Me asombro de mi imaginación, y de nuevo, la abulia me posee tomando potestad de cada pensamiento y acto. Cierro los ojos, los abro, veo imágenes borrosas, los vuelvo a cerrar y otra semana se acaba al fin. Es como una pesadilla tan repetida que ya no me da susto.

Ahora hay ocasiones en que tengo la sabrosa oportunidad de echarle una mirada al trasero de mi compañera, cuando se pone ese apretado buzo del colegio, pero me siento mal por el favor que me hizo ese viernes. Lástima por la libido.



miércoles, 1 de octubre de 2008

Crónica de una prueba (anunciada)…




1 de Octubre.


Por arrogancia siempre me creí muy inteligente. Pero aquel fatídico martes quedó en evidencia lo contrario.



La prueba empezó hace rato. Todos están en plena actividad y yo, yo escribo en esta hoja de papel que no tiene nada que ver. No pude evitarlo...
Estando con las manos tapando mi cara y apoyando los codos sobre la mesa, tranquilo, como una monja rezando un Sanctus: Benedictus qui venit in nomine Dei, se me juntaron tantos pensamientos que me vi obligado a escribirlos. Echo un vistazo a mi alrededor: mis compañeros teclean sus calculadoras como máquinas, evocando en mi mente la imagen de un pájaro picoteando las tripas de un guarén. Reflexionan unos segundos, y se ponen a anotar el resultado. El proceso se repite sistemáticamente, sólo interrumpiéndose al sacarse los loros (los hombres) o al acomodarse la falda (las mujeres). El profesor se pasea por aquí y por allá y de vez en cuando se acerca a mi puesto, allá, al fondo de la sala, en ese lugar que huele mal. Entonces yo escondo esta hojita y finjo diligencia. Las preguntas se burlan de mi desconcierto e incapacidad cada vez que las miro. Los números no son mis amigos.


Y como no estudié, como no nací para esto, me empiezo a hacer preguntas idotas sobre el mundo o la vida misma. ¿Cuántos perros estarán pegados ahora en la calle?... trece. ¿Cuánta gente cae ahora desde un precipicio?.... ocho. Todos cayeron estrepitosamente y murieron en el acto. Pienso, ¿cómo es que la gravedad sigue impune?...Y tengo ganas de volar. En slow-motion, volar en mil pedazos y ser feliz, como dice la canción, tener la seriedad de un niño al jugar, evaporarme en sutiles pensamientos que terminen estilando en el césped de las horas. Quisiera leer el guión del día y cambiarle algunas cosas; el silencio, el mensaje oculto de las hojas. La erudición cuajada en alegorías eternas. Que nadie me entienda. Ser una hiena y carcajearme sin motivo del absurdo que a su vez se ríe de nosotros...


Muchos terminaron ya sus pruebas. Las entregan presurosos y vuelven aliviados. Entonces una voz gime en mi interior… no, en realidad es el Ureta quien me ofrece un papelito. Lo miro. Luego, pasmado, vuelvo a mirarlo a él. No entiendo, le digo, a lo que me responde: con esa fórmula podís resolver la prueba. Y como en una epifanía providencial, el cielo me ilumina para sacarme de la ceguera. Trato de resolver el primer ejercicio…. ¡¡y funciona!! Lástima que la campana suena tan sólo 30 segundos después de esta revelación...