sábado, 30 de enero de 2010

Primeras impresiones (de un viaje en bus)


El camino se extiende largo y sinuoso, como torneadas piernas femeninas de marfil oscuro. Y un manto verde de pinos y otras especies arbóreas me rodean a mí y al grupo de pasajeros –tal vez cuarenta, tal vez menos- que la fortuna puso amontonados. Un cielo claro, limpio, en blanco como esta hoja hace un minuto, lo cubre todo a la redonda. Pasa un inspector pidiendo los pasajes y me interrumpe la escritura, nunca lo vi subirse, hace lo suyo y sigue. Ahora una mancha negra cruza  temerariamente la autopista 500 metros más allá. Creo que es una abuelita con una chupalla en mano. En escasos segundos pasamos por su lado. Confirmado, era una anciana encorvada con un cabro chico pegado a su cintura. En la tele que desde hace un tiempo ha invadido cada bus (fenómeno que algunos ministros aseguran se dará en las micros de todo el país), un negro y un chino se tiran balazos casi de frente pero sólo saltan chispas y nada de sangre. Y de pronto, tras una curva, un gigantesco cerro nos observa con tal majestuosidad y grandeza que de ser un ente vivo diría mis plegarias para no ser aplastado. Como si de su lengua se tratara, la carretera se pierde en su falda imponente. El inspector ya mencionado, terminada su tarea, desciende de la máquina y espera a que otra venga. Se suben más personas, todas desconocidas, por el infernal calor de afuera, cocidas.

Hago una pausa, pienso…

por largo rato, y siento…

como que en un bus la vida está en suspenso.

No es un acto de valentía, sólo un trámite diario, en el que todos los presentes son actores secundarios. Con sus formas, sus contornos, sus comidas, bolsas, bolsos; sus ronquidos, su fatiga, sus miradas ya perdidas; con todo eso y más condimentan este viaje sedentario. Ya pasamos por Chillán, ciudad de amor doloroso, el sol ahora no pega, las montañas a lo lejos, los árboles a un flanco, los vehículos de frente… y de repente, en un instante revelador, veo…

A la izquierda: una laguna, una planicie verde con un poste solitario, una antena albirroja a lo lejos, una choza apolillada, una iglesia de papel, un caballo negro, una casa en construcción –y ya pasamos la antena-, un rebaño de ovejas, los cerezos, una piedra…

         Al centro el conductor y su asistente, una comedia barata con pésimos actores, un lienzo largo y gris por el cual avanza el bus, un letrero que dice “ya casi llegamos”.

         A mi derecha, pasajeros, los vidrios ya empañados, alamedas milenarias (otra antena), gusanos monstruosos, estacas en la tierra, un puente augusto y oxidado, matas creciendo en anarquía natural.


        Mi vista se extravía, por allá en el horizonte, más allá de las vías, más allá de los montes, y los ojos van cediendo… hasta que el viaje se vuelve etéreo.
Tristeza y placer de los sentidos.

¿Por qué la persona afligida está más inclinada a abandonarse a los placeres de los sentidos? ¿Es el aturdimiento que producen lo que ella apetece? ¿O una necesidad de emoción a cualquier precio? – Sancho Panza dice: “Si los hombres sienten demasiado las tristezas, se vuelven bestias”.


Friedrich Nietzsche, Aforismos (de Fragmentos póstumos, 1877)