sábado, 27 de febrero de 2010

27 de Febrero

No había acabado de acomodarme en mi saco de dormir cuando la sacudida inicial alertó mis cinco sentidos en menos de una milésima de segundo. Esperé un angustioso instante para confirmar lo evidente: la casa se convulsionaba indefensa en medio del cisma subterráneo. Un ruido sordo y furioso tiranizaba el ambiente, como si mil caballos en salvaje estampida estuvieran pasando por encima de la rústica estructura del segundo piso en nuestra cabaña de arriendo en Pichilemu. Las piernas me impulsaron automáticamente y me precipité a alarmar a los demás que dormían a mi alrededor. El temblor, potente y aterrador, no cesaba de aullar en plena noche, fundiéndose con el bramido del mar que se encontraba peligrosamente cerca de nuestra locación. Mi padre reaccionó al instante y juntos comenzamos a dirigir a los pequeños en una improvisada operación Daisy. Horas después del incidente, aún me impresiona el hecho de que mi hermana no despertara con tanto jaleo. Bajamos presurosos. La oscuridad cegaba nuestras acciones, inducidas por el más básico instinto de supervivencia. Gemidos de angustia, suspiros de desconcierto.

Un terremoto en medio de la noche es algo que tan sólo un Hitchcock usaría como recurso fílmico. Tanteando penosamente el ambiente llegamos a los cuartos donde en calamitoso estado se encontraba mi abuela paterna, acompañada por una tía, su yerno, mi prima y el bebé de ambos, el cual dormía serenamente contrastando con la consternación que reinaba en aquel momento. Procuramos calmar a todo el mundo pronunciando frases anestésicas de las cuales no contábamos con la menor certidumbre. La casa tambaleando como una torre de cartas me hizo pensar en la extrema fragilidad de todo lo que consideramos un refugio en circunstancias en que lo descomunalmente poderoso se desata. Al asomarme a la calle el panorama, lejos de tranquilizarme, causó un corte transversal en el pilar de la cordura que aún no me abandonaba. Cual despavoridas hormigas, las personas corrían de un extremo a otro del pasaje, gritando nombres que se perdían en la batahola, ahogados por el ruido de los autos que en feroz carrera convergían desde todos los puntos de la ciudad hacia el único cerro que se veía a lo lejos. Ya fuera en bata, calzones o en boxers, nosotros, los atormentados, salimos al encuentro de la hecatombe en medio del frío nocturno; un terremoto nunca ha sido tan considerado como para enviarnos una tarjeta de presentación precisando la hora de su visita. De todos los fenómenos inconcebibles de la creación, es el que por naturaleza menos nos esperamos.