miércoles, 1 de octubre de 2008

Crónica de una prueba (anunciada)…




1 de Octubre.


Por arrogancia siempre me creí muy inteligente. Pero aquel fatídico martes quedó en evidencia lo contrario.



La prueba empezó hace rato. Todos están en plena actividad y yo, yo escribo en esta hoja de papel que no tiene nada que ver. No pude evitarlo...
Estando con las manos tapando mi cara y apoyando los codos sobre la mesa, tranquilo, como una monja rezando un Sanctus: Benedictus qui venit in nomine Dei, se me juntaron tantos pensamientos que me vi obligado a escribirlos. Echo un vistazo a mi alrededor: mis compañeros teclean sus calculadoras como máquinas, evocando en mi mente la imagen de un pájaro picoteando las tripas de un guarén. Reflexionan unos segundos, y se ponen a anotar el resultado. El proceso se repite sistemáticamente, sólo interrumpiéndose al sacarse los loros (los hombres) o al acomodarse la falda (las mujeres). El profesor se pasea por aquí y por allá y de vez en cuando se acerca a mi puesto, allá, al fondo de la sala, en ese lugar que huele mal. Entonces yo escondo esta hojita y finjo diligencia. Las preguntas se burlan de mi desconcierto e incapacidad cada vez que las miro. Los números no son mis amigos.


Y como no estudié, como no nací para esto, me empiezo a hacer preguntas idotas sobre el mundo o la vida misma. ¿Cuántos perros estarán pegados ahora en la calle?... trece. ¿Cuánta gente cae ahora desde un precipicio?.... ocho. Todos cayeron estrepitosamente y murieron en el acto. Pienso, ¿cómo es que la gravedad sigue impune?...Y tengo ganas de volar. En slow-motion, volar en mil pedazos y ser feliz, como dice la canción, tener la seriedad de un niño al jugar, evaporarme en sutiles pensamientos que terminen estilando en el césped de las horas. Quisiera leer el guión del día y cambiarle algunas cosas; el silencio, el mensaje oculto de las hojas. La erudición cuajada en alegorías eternas. Que nadie me entienda. Ser una hiena y carcajearme sin motivo del absurdo que a su vez se ríe de nosotros...


Muchos terminaron ya sus pruebas. Las entregan presurosos y vuelven aliviados. Entonces una voz gime en mi interior… no, en realidad es el Ureta quien me ofrece un papelito. Lo miro. Luego, pasmado, vuelvo a mirarlo a él. No entiendo, le digo, a lo que me responde: con esa fórmula podís resolver la prueba. Y como en una epifanía providencial, el cielo me ilumina para sacarme de la ceguera. Trato de resolver el primer ejercicio…. ¡¡y funciona!! Lástima que la campana suena tan sólo 30 segundos después de esta revelación...


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