domingo, 16 de noviembre de 2008

La Plaza...







A veces frecuentaba esa plaza augusta y hermosa, aunque ya había perdido su encanto y su gloria. El soplo verdoso de los árboles nobles y foráneos me recibía plácidamente desde el primer momento en que ponía un pie en sus baldosas. Muchas de ellas, sueltas o ausentes, dejaban vacíos y deudas.


A pesar del suelo desnivelado y la rigidez de sus esculturas, el aire rejuvenecido y la monumental altura de las palmeras que la rodean le dan un delicioso ambiente de pureza y recogimiento. El cielo ocasionalmente se deja entrever, más allá del enmarañado techo de ramas, asomando alguna tímida nube que se pierde en un instante como todas las demás. Me gustaba invadirla en esos instantes en que el íntimo aire de soledad la dejaba completamente a merced de mis fantasías y pensamientos.


Al entornar los ojos y sin mucho esfuerzo, puedo distinguir entre los hilos crónicos que trenza la gente historias de mártires e idealistas que no fueron pescados. Se ven a lo lejos algunas almas en pena que han perdido el embeleso y se pasean extasiadas, en grupos de a cuatro, espantando a las palomas que no las ven, porque también están muertas.


Aparte de eso se ven otras menudencias, como un perro negro y triste que deambula medio cojo, un mendigo desgraciado cuyas ropas caducaron, una pareja de ancianos encogidos por los años, pero muy enamorados. Los faroles extinguidos cuya luz alguien robó dan más lástima y hastío que elegancia y esplendor. Un fraile sale de la catedral y bendice la mañana. Un limpiabotas mira su reflejo en el cuero reluciente de su cliente, un infeliz hombre de negocios, mientras éste lee las mentiras más recientes del diario oficialista. Un poeta busca la inspiración extraviada y se escandaliza al ver un ciego guiado por un joven que le describe el paisaje emitiendo las ironías.


Todo esto con un ligero tinte sepia que nubla la razón y libera la melancolía...